Sepa Ud., Sr. Juez, que le entiendo. Si yo estuviera en su
lugar, también lo haría. Que no le tiemble el pulso, que no dude su mirada.
Terminemos de una vez el libro de mi vida, que nunca debió comenzar. Su firma,
en mi sentencia de muerte, es un bonito punto y final. En el fondo siento
cierta paz y descanso al presentir pronto mi ejecución. Sí, soy culpable. Soy
yo la niña, adolescente y ahora mujer que robó, maltrató, y mató, tal cual lo
relatan Uds. Fueron mis manos las que terminaron con esas vidas que ahora
atormentan y machacan mi alma. Fueron el odio que emergía de mi ser, el
resentimiento y la locura los que dirigían mis actos… Claro que soy culpable, pero,
¿la única? Concédame al menos un pensamiento, ¿qué me llevó a ser así? Sirvan
estas, mis últimas letras, como resumen de la historia de mi vida, en las que
tal vez encontrará Ud. mi origen y comprenderá una vida difícil de explicar.
Sr. Juez, nadie debería nacer sin familia, pues yo lo hice. A
mi madre no la conocí. Padre, hermanos o hermanas nunca tuve. Lo más parecido a
ellos fueron los compañeros y tutores de los distintos orfanatos que conocí en
mi niñez. Sufrí mucho en ellos. Fueron constantes las palizas, los insultos y
las humillaciones por el simple hecho de existir. Las
cicatrices más antiguas de mis muñecas datan de esta época. La primera vez que
intenté suicidarme tenía sólo 12 años. No merecía la pena vivir.
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Reformatorio |
Cárcel |
Tan pronto como pude, me fugué.
En la clandestinidad conocí a un hombre del que aprendí a
robar todo aquello que tuviera valor. Convivimos juntos, escondidos, ocultos de
la sociedad a la que masacrábamos durante 5 largos años. Fue la única persona
que pudo envolver sus brazos alrededor de mí sin que le opusiera resistencia.
Hoy sé que las emociones no son difíciles de prestar cuando el amor fue la palabra que nunca aprendiste. A pesar de sus palizas, aún hoy le sigo queriendo, pues
es lo más parecido a una familia que he tenido. Murió. Alguien le pegó un tiro
o algo así oí. Sin él y sin nada que perder, deambulé por el mundo sin orden ni
control. No distinguía entre el bien y el mal. Todo era lícito. Atracando una
gasolinera se me disparó el arma, o puede que apretara yo el gatillo. No lo
sé. Recuerdo el cuerpo de aquel muchacho en el suelo, con un mar de sangre
brotándole por la espalda. Han pasado tantos años, y hoy me impresiona más que
entonces.
¿Cómo no iba a caer en las drogas? En mi oscuro micro mundo
marginal, apartada de la sociedad, sin nadie que me ayudara, las drogas eran el
camino hacia la luz, efímera, corta y temporal, pero luz. Sr. Juez, si esa luz
le faltara, ¿qué haría Ud.? Ellos aparecieron y querían robar mi luz. No tuve
elección. Se lo merecían. Las voces de mi cabeza no paraban de gritar,
¡dispara!, ¡dispara!... y así mil veces. Vacié el cargador de mi pistola. Las
voces se callaron.
Volví a robar. Farmacias, gasolineras, pequeños comercios e
incluso algunas sucursales bancarias. Cada vez lo hacía con más facilidad,
rodeada de distintas personas, todos desperdicios de la sociedad. De ellas
aprendí lo inmundo y obseso que puede ser un ser humano con otros de su misma
especie. Las voces que escuchaba me pedían sangre. Henchida de odio, veía en
todas las personas a los maltratadores de mis días, a los violadores de mis
noches... Quería matar, lo necesitaba.
Se me viene a la
memoria el día en el que alimenté mi ego disparando a un niño que usé cómo
rehén para robar una financiera. Recuerdo cómo antes de cometer el delito, la
madre, entre lágrimas, me pidió que lo dejara. El hecho de que tuviera una madre que lloraba por él hizo que la envidia me corroyera el alma. Sí, disparé, y tras hacerlo, no sé qué me sucedió. Fue como si
no percibiera el paso del tiempo, como si no fuera consciente de la existencia
de un mundo ajeno a mis pensamientos. Desperté cuando noté una mano sobre mi brazo. Me esposó. No
traté de rebelarme contra la policía y, sin oponer resistencia, entré en su
vehículo. Durante todo el viaje pensé en el niño. Noté que un par de lágrimas
se resbalaron por mis mejillas. Sr Juez, fue la primera vez que sentí ese tipo de dolor
y sí, fue por matar a alguien al que todavía no le había vencido una tentación
grave en su vida.
Sabía dónde me llevaban, al lugar dónde muchas de mis
pesadillas se convirtieron en realidad. Cuando llegué, me metieron en una celda
alejada de todas las demás, sin rejas. Esta vez me colocaron una camisa de
fuerza para que no pudiera moverme. A los dos años me enteré de mi condena,
pero créame, Sr. Juez, durante todo este tiempo no he parado de pensar en todas esas
personas a las que maté y torturé. Ahora que conoce mi historia, trate de ponerse
en mi papel.
Ha sido una vida complicada y hoy muchas de esas personas me
torturan a mí. Adelante, no tiene más que firmar el papel y todo lo anterior
dejará de existir. En parte estoy arrepentida,
pero créame, trato de hacer lo mismo con otros delitos con los que no puedo. Sé qué
clase de persona soy y si yo fuera Ud., también desearía acabar con este
monstruo.
Atentamente, María
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